DISPARAR LA AMÍGDALA

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“Sin emoción no hay aprendizaje”, nos enseña el profesor Mora. Esta hiperrepetida frase que tanto utilizamos, desde la búsqueda crítica de “la nueva educación”, solo tiene sentido si la teoría neuro-científica se pone en relación con la práctica educativa.


Como docente y educador que soy, el único objetivo profesional que contemplo, desde la intersección entre las ciencias de la educación y la neurología, es que dicha unión produzca mejora en los métodos de enseñanza y con ello, en los aprendizajes de mi alumnado. Y me esfuerzo en observar que esto es así. 

A pesar de que la neurociencia es una disciplina relativamente reciente, ya se posen conocimientos del funcionamiento del cerebro más que suficientes para trasladarlos, con cierto criterio, a acciones pedagógicas. En realidad, siempre lo hemos sabido: la sorpresa, la curiosidad, la emoción… son esenciales para aprender, porque ayudan a buscar y mantener la constancia necesaria para encontrar las respuestas que construyen un nuevo conocimiento. Todos los que estamos a pie de aula experimentamos en carne propia que emocionar con un cuento, hacer un chiste en un momento clave en el desarrollo de tu clase o generar curiosidad con un acertijo, no son acciones friqui, sino que se trata de actividades mediadoras y facilitadoras de aprendizajes posteriores. 

Pues resulta que en estas acciones tiene responsabilidad la amígdala. Se trata de una estructura subcortical situada en el interior de nuestro cerebro, con especial preeminencia para el funcionamiento del organismo en general y, por supuesto, para el aprendizaje en particular. Cuando la amígdala se dispara, por ejemplo, con una nota de humor emocionante, crea bonus de resiliencia positiva para después poder atacar, pongamos por caso, un complejo problema de matemáticas.


Su principal función es “predisponer para…” o lo que es lo mismo, preparar respuestas de aprendizaje en términos de conducta, relacionadas, proporcionales y adecuadas al estímulo y la emoción sentida. 

La amígdala adquiere así un rol funcional esencial en la valoración del significado emocional de cualquier experiencia de aprendizaje: satisfacción-rechazo; interés- desinterés; motivación o conducta disruptiva… son conductas promovidas o inhibidas a partir del control “amigdaliano”. De ahí la necesidad que surge en la escuela actual, tan importante como la alfabetización, de “enseñar-aprender” sobre gestión emocional.

Si las emociones están presentes en cualquier interacción humana, y la situación de aula no es una excepción, la necesidad de disparar la amígdala para promover cualquier acción de experiencia-aprendizaje de nuestro alumnado, parece obvia.

Este artículo ha sido publicado en LA SECCIÓN "en voz alta" de la REVISTA AULA - 283 (JUNIO 19) - Más allá de las manualidades y los manuales: una mirada a la educación visual y plástica 


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